Los asaltos de la adolescencia, ¿quién no recuerda alguno? A los chicos de hoy se les explica, siempre con la misma broma tonta y repetida, de que no era un hecho delictivo. Eran los bailes que los adolescentes armaban en las casas. Pero no eran cualquier baile: fueron los primeros de toda una generación. Un ritual iniciático para todos los que vendrían después: los cumpleaños de 15 primero, el boliche después.
Parte de los rituales para entrar en la juventud. Pero era más que pasarla bien y divertirse, bailar y escuchar música. El objetivo era también acercarse al otro sexo.
Para definirlo depende el contexto y la época, porque la palabra asalto se usaba mucho antes de los años ochenta. Algunos memoriosos hablan de que en los años cincuenta (alerta personas mayores) ya se hacían este tipo de encuentros. Pero en la década en cuestión, los asaltos empezaban a organizarse en los primeros años de la secundaria. Había también algunos adelantados que los hacían en séptimo grado.
Pero además, ¿cualquier reunión era un asalto? Para algunos ochentosos consultados un cumpleaños en una casa contaba como asalto. Para otros no, porque (dicen) son definidos por su sencillez y espontaneidad. Una frontera difusa con un baile o fiesta propiamente dicho, con toda una producción detrás. Una categorización a gusto del lector por sus fronteras difusas.
Vamos ver qué eran. Se hacían en una casa familiar, era todo un logro que la madre o el padre pusiera la casa. Ahora que lo pienso, se hacían más en casa de las chicas que de los chicos. ¿El lugar? El comedor, el garaje, el patio. Se disponían sillas alrededor, alguna mesa, la pista al medio. El minicomponente o tocadisco. Los chicos llevaban la bebida, las chicas ponían la comida. La verdad que la dueña de casa terminaba de poner el resto porque siempre faltaba. Empezaban sobre las 21, no se estiraba más allá de la 1 o 2 cuando los padres empezaban a buscar sobre todo a las chicas. La persona mayor de la casa además se quedaba en la cocina atenta a la que ocurriera. La mayoría de los padres tenía prohibido asomarse, amenazados por su hijo o hija para que no les hiciera pasar vergüenza. También estaban los más “cuidas” que cada tanto se acercaban para ver si estaba todo bien y miraban con desaprobación si alguna pareja se había acercado más de lo debido.
Casi siempre se invitaba a los compañeros del curso, a los del club. Al del otro colegio que le gustara a alguno/a. Y por supuesto, e invariablemente, estaban los colados. Varones. La bebida eran gaseosas (Coca Cola, Crush, que no se aparecieran con una Tab) y la comida era solo de compromiso: chizitos, papitas, sánguches de miga y pizza fría. Era casi una excusa para entrar en confianza. Se iba a otra cosa.
La música era variada. Era una mezcla de rock nacional, recuerdo Luna de miel de Virus o Mi novia se cayó en un pozo ciego de los Cadillacs, pop en inglés como La Isla Bonita de Madonna o Take on me de A-ha. Depende del año. En los primeros cada uno llevaba algún caset o disco con la música que le gustaba, y alardeaba, para que lo pasaran, porque el dueño de casa no la tenía. Con la advertencia de que se lo cuidaran y devolvieran. Recuerdo uno de primer año en el que se repitió Tarzan Boy y We are the world hasta el cansancio porque nadie se percató del detalle.
Los que más recuerdo fueron los que se hicieron en un garaje de la calle 19 en la casa de Silvina Alvarez. La foto que ilustra la nota es de uno, año 1987. Cuando llegaba la época del calor se trasladaban al patio. Hasta se hizo uno de disfraces, que no se acostumbraba tanto. Disfraces muy precarios. Por supuesto la casa era grande y la dueña más que permisiva. Marta dejaba hacer y hasta estaba contenta de que ocurriera en su casa. Hasta que una noche le rompieron un vidrio y los echó a todos.
En los primeros asaltos uno iba haciéndose de las armas para los siguientes. Adquiriendo las herramientas sociales del baile, del acercamiento, el “encare” en el caso de los varones. El manual propio que aplicaría después durante toda su vida. Empezaba con la preparación previa del look: la ropa planchada, lo más de onda posible. Supongamos. Arreglarse el peinado, ponerse colonia o perfume. Después la llegada, siempre era mejor acompañado, y una vez adentro pispear quiénes estaban.
Se comía, se charlaba. Y venía el momento del baile. Para quienes ya se conocían, compañeros de curso, era más fácil. Sino había que empezar a aplicar toda la estrategia posible: el varón era el que sacaba, o encaraba. Momento de adrenalina si los hubo. Mejor si ya conocía a la chica. La amiga de la amiga era algo seguro. Sino mirar disimuladamente y tirarse a la pileta. Si se iba a sacar solo y aceptaban, era todo un logro. Si rebotaba, uno ya imaginaba las sonrisas burlonas del grupo. Era mejor ir de a dos o tres: alguno siempre sacaba, aunque quedaran soldados en el camino. Si ya había onda entre la chica y el chico, si ya se “gustaban”, el camino estaba allanado. La mujer esperaba. Y daba el sí, con una sonrisa o cierta displicencia para no mostrar interés. Sino, lo hacía rebotar. Escribo y adivino en algún lector/a el comentario que viene. Esta nota viene con advertencia: estamos hablando de otros tiempos, otra cultura. Era así.
Para los que tenían varios asaltos encima era salir a la pista y bailar. Pero para los que iban a sus primeros tenían que tímidamente empezar a poner en práctica, delante de todos, los pasos que habían practicado en la intimidad de sus habitaciones. Poco a poco uno se iba soltando. Algún pasito de más, mover un poquito más el brazo, sacudir la cabeza. Tomando confianza. Vamos que se puede.
Los que se “gustaban”, compañeros o amigos, armaban parejita, y hasta se ponían de novio. Si estaban de la mano, se había oficializado. En los primeros años, los besos, furtivos y hasta inocentes, no se daban en público. El qué dirán era una norma no escrita inculcada en cada familia. Había que apartarse, muchas veces ante las miradas y los comentarios por lo bajo, de complicidad o de envidia, para poder “apretar”. En la vereda, en un rincón oscuro.
Y, por supuesto, ya finalizando, llegaban los lentos. El momento, con mayúscula. Cuando uno podía por fin romper la distancia con su pareja de baile. Fuaaaa. Apenas bajaban la música, muchas chicas empezaban a sentarse y los pibes a poner cara de “se me escapó”. Las parejitas de novio que no bailaban, entonces entraban a la pista. Los lentos era otro momento bomba de la noche. Pero ese tema merece un desarrollo más sentido.
A medida que pasaban los años, sobre todo cuando ya había rodaje en el boliche, los asaltos aumentaban de complejidad y pasaban a llamarse fiestas o bailes. Hasta tenían cierto brillo del que carecían los primeros, en los que uno se conformaba con poco. En estos se imitaba la pista de la confitería. Equipo de música con algún bafle y discos variados y con “lo último”, un compañero o amigo que se hacía el disc jockey, luces de colores que se lograban poniéndoles un papel celofán encima, bebidas alcohólicas. Bah, la famosa y querida cerveza. Tal vez alguna petaca. El recuerdo me trae el sabor de la Legui. No había mucha más variedad ni plata. Recuerdo que en una de esas fiestas de garaje empezó a pasar música el que luego sería el disc jockey más requerido por los boliches piquenses en los años noventa.
Y finalmente, se prendía la luz. La música se cortaba y se volvía a la realidad. Cuando la mayoría se iba, unos pocos se quedaban jugando a las cartas, comiendo lo que sobraba y sobre todo chusmeando de las alternativas de la noche. Uno se había divertido, había conocido a alguien que le gustaba y, si habido tenido mucha suerte, había “enganchado”. Siempre quedaba esa sensación de que había sido poco. Y de pensar cuándo llegaría el próximo. Como si el asalto, ese baile que se armaba en un sencillo garaje, fuera lo único que importara. Porque en esos momentos en que uno estaba en la pista, podía sentirse dueño del mundo, y creerse grande, mientras aún era un chico.
(NGA)