Juan Zunino es hijo de quien fué un reconocido médico en General Pico, Mario Zunino, y Lucrecia Jorgensen contaron a LA NACIÓN como es vivir en Arabia Saudita.
Arabia Saudita se presentó hostil. “¿Por esto vinimos?”, la pregunta comenzó a acecharla cada noche, insistente. Lucrecia Jorgensen pasaba sus días encerrada junto a sus hijos, asediada por un calor agobiante que apenas cedía unos grados cuando caía el sol, momento en el cual salía a caminar por diez minutos, suficientes como para volver empapada por la transpiración.
Las cosas mejoraron un poco cuando su hija mayor, Franca (Cocó para su entorno querido), empezó la escuela; aún así, sentía que estaba sola y sin amigos. Aquella crisis existencial duró un tiempo en el cual se cuestionó si haber dejado su universo conocido había valido la pena: “La respuesta es un sí rotundo”, asegura hoy. “Vale la pena salir de tu zona de confort, jugártela, más si uno desea vivir experiencias enriquecedoras. Nadie puede prometerte que todo saldrá bien o como vos lo imaginaste, pero ¡ahí está la clave! Estas pruebas son las que necesitamos para reinventarnos, para aprender, para desafiarnos, para empatizar con el mundo”.
Hacia un destino muy inesperado: Arabia Saudita
Arabia Saudita nunca había estado en sus planes, aunque sí vivir en otro territorio. En su Tres Arroyos natal y desde muy joven, Lucrecia solía fantasear con la idea de un planeta sin burocracias ni fronteras, una tierra de todos y de fácil acceso, para vivir allí, en donde uno se sienta feliz. “¡Qué lindo sería ir probando en diferentes lugares hasta encontrar el tuyo!”, les manifestaba a sus amigas.
Fue con el tiempo, y con el ejemplo de otros, que comprendió que, en el fondo, sí era posible viajar hacia donde uno eligiera, siempre que existiera algo de ahorro y se tuviera el pasaporte al día. “En general, las excusas que nos ponemos parten del miedo. No hace falta tener mucho más que las ganas de conocer otros lugares y una verdadera curiosidad por adentrarse en otras culturas”.
Y luego, cuando el amor ingresó a su vida, comenzó a soñar de a dos. Con Juan conversaban por horas acerca de sus deseos de vivir en otro país, cualquiera fuera, porque no se trataba del destino en sí mismo, sino de desafiarse para aprender y crecer.
Entonces llegó el casamiento y su primera hija, y la creencia por parte de muchos de que sus alocadas fantasías de aventuras menguarían: “Pero no sucedió”, ríe Lucrecia al recordar aquellos tiempos. “Por el 2013, Juan empezó a mandar currículums a empresas en distintos lugares del mundo sin cesar, hasta que en una tarde fría de julio anunció: `me contactaron para ir a trabajar a Arabia Saudita´”, continúa la mujer quien, al igual que su marido, es geóloga, recibida de la Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca.
La sorpresa de Lucrecia fue total. Apenas sabía dónde quedaba y, de todos los países imaginados, aquel destino no estaba realmente en sus pensamientos. Lo cierto era que ambos tenían un buen trabajo, alquilaban una linda casa, tenían una familia siempre presente y un gran grupo de amigos. ¿No era acaso una locura dejarlo todo?
Pero la pareja no lo dudó: ellos deseaban salir al mundo. El destino, tan ajeno y lejano, dejó boquiabiertos a todos sus seres queridos, aunque el apoyo fue total. Partir, sin embargo, resultó ser un proceso largo, en donde en el medio Lucrecia quedó embarazada de su segundo hijo, Nacho, y a su marido le tocó ir y venir del país asiático hasta que, finalmente, el 29 de julio del 2015 llegaron a Arabia Saudita en familia.
Una túnica negra, nervios, 45 °C y una dosis de miedo
Lucrecia tocó el país del oriente medio vestida de negro de pies a cabeza, nerviosa e invadida por la ansiedad. La abaya – túnica obligatoria para pisar suelo saudí – se sentía extraña, pesada y calurosa luego de los casi dos días de viaje con un bebé en brazos, su hija de tres años recién cumplidos, y una bienvenida con 45 °C a la sombra.
El contrato laboral incluía una vivienda mínima, ubicada en un pueblito llamado Abqaiq, que emergió de pronto en el medio del desierto. Allí vivieron aquellos primero ochos meses desencajados, atravesados por una crisis existencial que Lucrecia no dejó crecer: “El lugar no tenía casi nada de luz natural, poseía muebles básicos y quedaba chico para una familia de cuatro”, revela. “Desde el primer instante que llegué a Arabia, busqué trabajar de lo mío, vocación que amo, lo que hasta el día de hoy se convirtió en una odisea compleja. Esto hizo que, como mujer profesional e independiente, tuviera que reinventarme una y mil veces”.
Con su alegría característica y sin perder las esperanzas de hallar empleo en su rubro, Lucrecia aprendió a cocinar, a ser una mamá de tiempo completo y a atender todas las necesidades del hogar. Para ella el proceso fue duro, no solo porque se alejaba radicalmente de su estilo de vida pasado, sino por las trabas de aquella tierra: “Dependía de mi esposo para salir del barrio donde vivíamos. Cuando llegamos, a mediados de 2015, las mujeres no podíamos movilizarnos sin un hombre de la familia que nos acompañara, ya sea tu marido, padre o hijo mayor, tampoco teníamos permiso para manejar y, sí o sí, debíamos circular por lugares públicos con la abaya negra, que cubre nuestro cuerpo totalmente”, manifiesta pensativa.
“Todas estas costumbres se han ido modificando en los últimos años”, continúa sonriente. “Hemos sido testigos de cambios importantísimos en la historia de la cultura musulmana en Arabia Saudita. Hoy las mujeres manejan, trabajan, estudian, y se nos permite andar sin abaya, siempre que estés vestida decorosamente, sin mostrar rodillas, ni hombros”.
Las salidas iniciales por las calles saudíes fueron igual de impactantes que el encierro. No fue fácil acostumbrarse a que, en aquella tierra absolutamente conservadora, los rezos fueran constantes, fotografiarse en público se percibiera como algo ofensivo, y hubiera una prohibición total de comer carne de cerdo o tomar alcohol.
“¡Y todo lo cumplen a rajatabla!”, exclama la argentina. “La jornada laboral va de domingo a jueves, es decir, acá nuestros fines de semana son viernes y sábado. Pero el viernes de ellos es como el domingo occidental, donde le dedican gran parte del día a rendir aún más culto a la religión. Y, sin importar el día, ir al shopping, al super, a un restaurant o cualquier lugar público, puede resultar una pesadilla si no estás pendiente de los horarios de los rezos, ¡especialmente con tres niños pequeños! Según el Corán, todos sus creyentes deben rezar cinco veces al día, y no todos tienen una mezquita cerca para ir, por lo que es normal verlos en la calle, al costado de la ruta o cerrar por más de 30 minutos todos los locales con cada rezo. Si estabas por pagar o entrar al local y comienza alguno, tenés que esperar afuera. Nosotros ahora usamos una aplicación en nuestros teléfonos que nos indica los horarios, lo cual nos ayuda para organizarnos mejor y no quedar varados en el medio de la calle con el calor que hace en estas latitudes”.
Relaciones humanas en un pueblo que enseña a empatizar
Abqaiq, que en árabe significa “padre de las moscas de arena”, fue fundado por la compañía petrolera estatal en 1940 y está situado en pleno desierto, a 60 kilómetros al sureste de donde Lucrecia y su familia residen hoy.
“Para nosotros vivir ahí fue toda una experiencia, por su clima extremo con temperaturas que superan los 53°C. En nuestra primera casita, entrar al auto para llevar a Cocó al cole era lo mismo que meterse a un horno: usaba un trapo para abrir las puertas y lo prendía media hora antes para que el aire acondicionado permitiera subirnos sin quemarnos. Por otro lado, ¡no llueve casi nunca! Solo uno o dos días – si tenemos suerte – en noviembre y febrero”.
Con el paso del tiempo algo fascinante comenzó a suceder. Una mañana, Lucrecia comprendió que había naturalizado la nueva cultura, con sus particulares aromas y sabores, al igual que la seguridad completa en las calles: “El índice de criminalidad es bajísimo. Acá podés dormir con las puertas de casa sin llave y dejar el auto sin trabar”.
Pero, más asombroso aún, fue comprobar que había hecho amistades y que, así como extrañaba intensamente a sus afectos argentinos, había aprendido a valorar los abrazos en su nuevo hogar: “La escuela de Cocó nos sacó a flote y nos dio todo el ánimo que necesitábamos para seguir construyendo nuestra vida acá. Fue la razón por la que superamos todo y más. Allí conocí a una comunidad muy unida, donde, a pesar de las diferencias culturales, somos todos distintos pero iguales. Cocó aprendió a naturalizar lo que significa respetar al prójimo y sus costumbres, y todos aprendimos de convivencia”, confiesa.
“Hoy, agradezco a Abqaiq y su comunidad que nos recibió tan bien. El pueblo nos abrió la cabeza, gracias a ellos aprendimos a empatizar. Para mis hijos es natural ver una mujer con abaya, con su velo o a un estadounidense con su sombrero y botas texanas. Esto no se aprende en los libros y, habérnosla jugado al salir de casa, nos recompensó con todo un mundo”.
“Este es un país donde el porcentaje de expatriados es enorme, es decir, hay una gran variedad de nacionalidades y culturas. Los locales son excelentes personas, generosas y amables, muy familieros, pero los separa una galaxia de los occidentales. Su cultura es muy diferente a la nuestra. Es sabido que sus mujeres tienen varias restricciones, los eventos familiares son hombres por un lado, y mujeres y niños por otro, y así, miles de costumbres más, que para un occidental cuesta entender, pero con el tiempo se empieza a comprender el peso de la religión en estas tierras”.
Trabajo en un país donde no se puede lucrar con el dinero
Lucrecia fue madre de su tercera hija, Isabella, en Arabia Saudita. A pesar del trabajo que conlleva ocuparse de tres niños pequeños, hoy maneja su propio emprendimiento relacionado a temas del hogar, aunque no pierde las esperanzas de encontrar trabajo en el mundo de la geología.
“Como extranjero, llegar a trabajar a este lugar del mundo no es sencillo. Existen dos maneras: a través de un sponsor, que significa que la empresa te trae a vos y a toda tu familia como dependientes, o sacando una business visa, que normalmente son muy caras. La calidad de vida para un expatriado que viene con trabajo cambia radicalmente. Los sueldos son altos en relación a nuestro país, pero vale también aclarar que el costo de vida es muy elevado”, continúa. “Algo llamativo es que acá las entidades bancarias (dependientes del gobierno) no pueden lucrar con la gente, por lo que los intereses de un préstamo personal son bajísimos. Por religión, también se establece que si prestás dinero de manera particular, tampoco podés lucrar con él”.
“En nuestro caso particular, no solo cambió para bien nuestra economía, sino nuestro tiempo compartido en familia. En Buenos Aires trabajábamos toda la semana de 8 a 17:30 sin contar las horas extras que siempre estaban. Acá la jornada laboral empieza a las 7 y termina 15 o 16, lo cual permite que compartamos actividades toda la tarde y que tengamos nuestros momentos para correr, jugar al fútbol con amigos, o salir de paseo”.
Reencuentros y una Arabia que desafió los miedos
Más de cinco años han pasado desde que Lucrecia, una mujer que siempre había soñado con explorar el mundo, dejó la Argentina junto a su marido y sus hijos para emprender la aventura de su vida hacia un país remoto. En el camino, hubo días extremadamente duros, que supieron revertir y transformar en grandes aprendizajes.
“Desde que llegué a Arabia aprendí lo que es realmente estar lejos, las distancias que nos separan y las palabras que nos unen”, se conmueve. “Los regresos a la Argentina son cada vez más intensos y los vivimos con mucha emoción desde el día cero. En ese tiempo compartido ganamos en decirnos te quiero a cada rato como nunca antes, darnos abrazos por que sí, escuchar más, reír a carcajadas y disfrutar cada momento. Lo más duro es no poder estar en los momentos tristes, en las pérdidas. Extrañamos y amamos a nuestra patria, por eso en casa se cultiva todo lo que tenga que ver con Argentina”.
“Con una experiencia así, el aprendizaje no cesa. Uno aprende a empatizar, respetar al prójimo, y a convivir. Te das cuenta de que los seres humanos, por más distintos que seamos culturalmente, somos todos iguales: tenemos amor por nuestras familias, amigos, nuestras creencias, ¡solo cambian las formas!”, asegura con semblante optimista.
“También valoramos muchísimo poder viajar en familia y conocer lugares, que, viviendo en Argentina, serían impensados por su lejanía, costo y horas interminables de viaje. Vivir en el exterior nos permitió educarnos a los cinco en todos los aspectos, además de conocer lugares maravillosos, probar comidas exóticas, desarrollar amistades y vínculos con personas de todo el mundo. Cuando tomás distancia de tu país natal, de tu casa, de tu gente, de tu zona de confort, extrañás, ¡seguro que sí! Pero aprendés a ver el mundo tal cual es, con todas sus formas, vistas, climas, culturas, lo bueno y lo malo, algo que nutre tanto en lo profesional como en lo personal. Vivir en Arabia Saudita nos enseñó a dejar el miedo a lo desconocido de lado, para abrirnos a todo un mundo”.
LA NACION