La milagrosa historia del policía baleado en la Triple Fuga: Lo dieron por muerto, superó 36 operaciones y ahora es guardavidas

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3 Agosto, 2019 a las 21:00 hs.

Fernando Pengsawath estaba de guardia en un puesto de control en Ranchos cuando fue baleado durante la triple fuga de los hermanos Lanatta y Víctor Schillaci, condenados a perpetua por la causa de la efedrina. 

Foto Maxi Failla para Clarín

Foto Maxi Failla para Clarín

“Mamá, papá, cuídense mucho, no se peleen y cuiden mucho a Oriana”. Esas fueron las palabras con las que Fernando Pengsawath se despidió de sus padres. Creía que iba a morir. Casi todos lo creían, en realidad. Pocos minutos antes había caído al costado de la ruta 20 con el abdomen perforado por tres balazos de la escopeta 12/70 que empuñaba Martín Lanatta, quien junto a su hermano Cristian y a Víctor Schillaci se habían fugado del penal de General Alvear, donde cumplían la condena a reclusión perpetua por el triple crimen de General Rodríguez.

“La médica que me atendió me inyectó adrenalina para que levante un poco y le dijo a mis papás que entren para saludarme. Era para que se despidieran. Yo pensé que me quedaba ahí”, relata Pengsawath.

Repite cada instante de esa escena en la guardia del Hospital Campomar como si hubiese ocurrido hace minutos, pero pasaron más de tres años y medio. “Parecía un matadero. Había sangre por todos lados. Yo te juro que pensé que me moría”, insiste con énfasis.

Está sentado en la cabecera de una pequeña mesa, en un ambiente que sirve de cocina y living-comedor y que luce en la pared una foto de él junto a Lucrecia Yudati, su compañera de guardia en aquella madrugada del 31 de diciembre del 2015, en el puesto ubicado a la salida de Ranchos y en dirección a Chascomús. A ella las balas de los Lanatta y Schillaci le destrozaron los pies. Debió pasar más de 50 veces por el quirófano y aún hoy le cuesta caminar.

“Callate, nene, que vas a estar bien”, lo retó su madre. “Ella parecía tranquila, firme, convencida, pero mi papá lloraba, gritaba y le pedía al médico ‘salvame al nene'”, recuerda. Sus padres estaban acostumbrados a situaciones límite, escapando de su país por la Guerra de Vietnam, pero nada comparado a la batalla que libraba Fernando. Suvan Pengsawath y Phao Kovanechay huyeron de Laos una madrugada, cruzando en una canoa el Río Mekong hacia Tailandia. Un vuelo con escalas en Francia y España los llevó a Argentina. Pasaron un tiempo en el Hotel de Inmigrantes en Necochea, otro en General Roca, Río Negro, donde nació Fernando, y más tarde Ranchos, su nuevo lugar en el mundo.

El estado crítico de Fernando obligaba a un traslado. Fue llevado a Chascomús, a un hospital de mayor complejidad. Allí lo recibió Santiago Dos Santos, el cirujano que hoy es candidato a intendente de esa ciudad y al que Fernando, con apenas un hilo de voz, le rogó que lo salvara. “Tranquilo, negrito, que vas a estar bien”, escuchó antes de dormirse por los efectos de la anestesia. Cuando despertó estaba en el sanatorio Fitz Roy, que fue su hogar durante tres meses.

Fueron 36 operaciones. “Me sacaban todo de la panza, lo ponían en una bandeja de acero inoxidable, sacaban la pus y recién después devolvían cada cosa a su lugar. Así cada semana”, detalla. Está convencido de que sigue con vida porque no era su momento y “el de arriba no quiso”, dice, y de inmediato lanza la frase que marcó un antes y un después: “Vos tenés una misión en la vida. No sé cuál es, buscala, pero si no te moriste con lo que te pasó es porque tenés una misión”. Se lo dijo uno de los médicos que lo atendió cuando el destino parecía inexorable.

Tiempo después, preocupado porque le costaba recuperar la postura producto de la maya que le habían colocado en el abdomen, Fernando visitó a los médicos. “¿Qué te gusta hacer? ¿Te gusta nadar? Probá, a ver si mejora”, le dijeron. Y probó, y al poco tiempo mejoró y se entusiasmó. “De caradura se me dio por decirle a un amigo y nos anotamos para el curso de guardavidas. Digo de caradura porque no sabía nadar. Cuando preguntaron si alguien no sabía nadar yo solo levanté la mano, y me dio un poco de vergüenza, pero le metí, y entrené y me recibí”, cuenta con una sonrisa que le ocupa buena parte de la cara.

“El curso me hizo acordar a cuando empecé en la Policía. Era correr, nada, correr, nadar y pude hacerlo. Yo quería seguir vinculado a ayudar a la gente. Y cuando terminamos tuvimos prácticas en Santa Teresita. Pude ayudar a mucha gente que se ahogaba en el mar, fue increíble”, agrega Fernando, que fantasea con tener la oportunidad de ser contratado durante la temporada de verano en la Costa Atlántica. ¿Acaso será esa su misión? “Ahora estoy retirado de la Policía, donde me trataron y me tratan muy bien. Cobro un sueldo, no me puedo quejar, pero tengo 26 años y quiero ayudar”, insiste.

Los médicos coinciden en que su fuerza de voluntad fue clave para esa recuperación casi milagrosa. Pero también lo ayudó su fortaleza física. Fernando hizo deporte desde muy chico. Era uno de los mejores arqueros del Club Atlético Ranchos cuando la balacera de los Lanatta y Schillaci lo alejó de las canchas. Esa fue otra de las barreras que Pengsawath se propuso saltar. “Al principio, cuando volví a entrenar, ni me tiraba, tenía mucho miedo. Parecía que tenía un asador en la espalda”, dice y se ríe. No olvida Fernando las palabras de uno de sus ídolos, Sebastián Saja, quien lo visitó en la clínica: “Me dijo que cuando me recuperara arrancara de a poco, que no importaban los obstáculos que tuviera”. Y lo hizo, otra vez.

Al poco tiempo defendía nuevamente los colores de su club. Hace apenas un par de semanas se consagró bicampeón de la Liga Chascomunense con el “verdinegro” y hasta se ilusiona con disputar el Torneo Federal.

También fantasea con realizar el “Desafío Malvinas”, que consiste en cruzar nadando el Estrecho San Carlos, uniendo las islas Soledad y Gran Malvina. Es, cuenta, un homenaje que se hace cada año a los soldados argentinos que murieron durante la Guerra en 1982.

El tiempo pasó, Fernando vive una vida plena y se propone nuevos desafíos, pero no olvida. “Cada tanto, alguna madrugada me despierto exaltado. Yo no me quería morir y tenía miedo”, cuenta. Fueron dos años de “mucho trabajo y constancia” con psicólogos y psiquiatras para sentirse así, “más vivo que nunca”.

“No voy a negar que a veces siento bronca. Yo quiero que se pudran en la cárcel. No quiero otra cosa”, lanza, casi de manera intempestiva. Es el único momento de las dos horas que compartió con Clarín en el que parece incómodo y cambia rápido de tema. Se terminó el mate y también la charla: “Habrá que ir a entrenar un rato”, suelta, mientras acomoda su nuevo uniforme.

Fuente: Clarín.