El comando (RE) Francisco Altamirano habló del suceso que lo marcó para siempre. Una singular historia de respeto por la vida y la muerte en el campo de combate.
La lápida en Puerto Howard que recuerda el lugar exacto donde se ocultó Hamilton
Gavin John Hamilton no era un comando cualquiera. En 45 días de conflicto, el capitán del Escuadrón 19 de Montaña del SAS (Servicio Aéreo Especial) había incursionado con éxito en las operaciones terrestres más audaces en el Atlántico Sur.
Junto a su tropa, en medio de condiciones atmosféricas infrahumanas, el oficial inglés había sobrevivido a la caída de su helicóptero en el glaciar Fortuna en las Georgias. Dos días después, lideraba la avanzada contra las posiciones enemigas en Grytviken cuando, superados en número y armas, las tropas argentinas se rindieron en las Georgias.
Aquella victoria -bautizada Operation Paraquat por los ingleses- fue apenas el preludio de lo que protagonizaría después: en la isla Borbón, en el extremo norte de Gran Malvina, Hamilton y su gente descendieron de madrugada de un Chinook, alcanzaron a pie la Estación Aeronaval Calderón y canibalizaron con cargas explosivas, morteros y cohetes una flota completa de aviones: 6 IA 58 Pucará, 4 Beechcraft T-34 Mentor y uno de transporte Skyvan.
El asalto había sido magistralmente ejecutado: reeditando las operaciones del SAS en aeródromos del Norte de África durante la II Guerra Mundial, en 30 minutos redujeron a chatarra las 11 naves, eliminando la defensa aérea desde esa base estratégica para el desembarco en San Carlos.
Otra misión encumbró su liderazgo entre los mountain troopers: en Darwin emboscó y capturó a 5 argentinos (3 heridos). Pero ahora Hamilton, de 29 años, operaba del otro lado del estrecho. Desde el atalaya de un macizo, mezcla de filosas piedras y turba húmeda, presidía una patrulla de observación en Puerto Mitre (Howard). Infiltrado detrás de las líneas argentinas, hacía cinco días que enviaba informes codificados y precisos sobre los movimientos del aislado Regimiento de Infantería 5 (RI5).
Ni Hamilton ni Fonseka intuyeron la amenaza inminente; ese tipo de peligro que a veces engendra el azar: otra patrulla de la 1° Sección de la Compañía de Comandos 601, tan adiestrados como ellos, regresaba de una misión idéntica a la suya: escudriñar con la vista y los oídos el despliegue de buques, helicópteros y tropas desde la costa del Estrecho San Carlos.
Liderados por el teniente primero José Martiniano Duarte, secundado por los sargentos Eusebio “Negro” Moreno y Francisco “Mono”Altamirano y el cabo Roberto “el Terco” Ríos, la patrulla venía marchando a campo traviesa desde las 5 de la madrugada. Era un desplazamiento táctico, sigiloso. Los comandos se comunicaban por señas y cubrían todos los flancos: uno al frente, otro a la retaguardia y el resto a cada costado con el peso del equipo de radio.
El reloj marcó las 11 cuando la columna decidió hacer un alto y rotar la formación. Detrás de una cresta rocosa los comandos se alivianaron de cargas y engañaron al frío con el remanente de una cantimplora con mate cocido. Todavía faltaban 5 km para alcanzar las filas argentinas en poblado de Howard, cuando al reanudar la marcha los adelantados Moreno y Duarte súbitamente se detuvieron. A unos 50 metros señalaron un paredón rocoso en altura, y con sus índices en los labios impusieron silencio.
-Hay alguien ahí – alertó el líder con un susurro al marcar el punto.
-Están hablando por radio. ¡Son ingleses! – retrucó Moreno.
-No, pueden ser kelpers. O tal vez del ECA (Equipo de Control Aéreo, encargados de las alertas tempranas) – dudó el jefe.
La tensión y los borbotones de cortisol aumentaban mientras deliberaban. Soltaron los equipos y se parapetaron con sus FAL en posición de combate.
-No, no, son ingleses. Yo los escuché bien – insistió Moreno, en una clara arenga ofensiva.
De golpe, Altamirano divisó un gorro oscuro entre las piedras.
-¡Alto! -ordenó a los gritos- ¿Son argentinos?
La respuesta sobrevino al instante a través de una feroz ráfaga de fusiles M16, seguida por una granada que picó larga. Los comandos argentinos abrieron fuego y Moreno arrojó dos granadas de mano.
Acorralados y superados en número, los SAS iniciaron un repliegue colina abajo: Fonseka corría y disparaba mientras su jefe lo cubría. En ese intenso fuego cruzado, con proyectiles trazantes del lado argentino, a Fonseka la precisión de un impacto le voló el fusil de sus manos. Cuando quiso recuperarlo, otros 4 proyectiles lo rozaron y le agujerearon la parca. Las andanadas continuaron por un lapso breve hasta que el cuerpo en fuga de Hamilton “dio como una vuelta en el aire” y se desplomó de espaldas. Quedó inmóvil entre la maleza húmeda y achaparrada.
A unos metros del cuerpo de Hamilton, el sargento Fonseka, cuerpo a tierra entre la hierba, levantó levemente las manos.
-¡Alto el fuego, alto el fuego! Se rinde, se rinde – se desgañitó, con desesperación, Altamirano. Intentaba atemperar el fragor y la adrenalina de sus camaradas en aquel combate por la supervivencia.
Sin emitir palabra, con las manos ahora bien en alto, conminaron al inglés a caminar hasta los comandos. Duarte no se fiaba y todos continuaban apuntándole. Le ordenó a Altamirano que lo palpara y a Ríos que socorriera al caído y le retirara el arma. Al acercarse el cabo comprobó que Hamilton había muerto en el acto. Prosiguió unos pasos y revisó los equipos ingleses guarecidos detrás de aquel “escudo” pétreo. Una radiobaliza permanecía encendida, lo cual significaba que otra patrulla podría acudir en ayuda y tenderles una emboscada. Como no supo cómo cortar la transmisión, rompió a cascotazos y patadas la radio.
La muerte del soldado enemigo cuya identidad desconocían estremeció a los comandos, todos devotos católicos.
En la sobaquera de Fonseka, Altamirano descubrió una pistola 9 mm. Debajo del puño leyó, exaltado: “Fábrica Militar de Armas portátiles Domingo Mateu. Rosario-Argentina”.
Con un inglés muy rudimentario, le exigió al prisionero una explicación:
-Army, army argie – señaló nervioso Altamirano, confundiendo “arma” (weapon) por “army” (ejército): This what?
– Darwin – soltó Fonseka, en medio de la incertidumbre por su suerte y tal vez por su propia supervivencia.
La patrulla se escindió en dos grupos para el regreso por diferentes rutas. El jefe y el Mono Altamirano caminaban con el prisionero, mientras los otros llevaban los equipos y su radio apagada para evitar ser detectados.
-Vamos a hacerle bajar los brazos a este pobre hombre que ya debe estar acalambrado – sugirió el subordinado, que lo secundaba desde atrás, sin dejar de apuntarle a la espalda con su FAL.
-Si, sí, que las baje – asintió Duarte.
Cruzaron un arroyo con el agua hasta la cintura y poco antes de entrar en Puerto Howard el jefe le ordenó adelantarse y buscar a un grupo de comandos para “ponerle un poncho” y camuflar al inglés”. Eso suponía hacerlo pasar desapercibido entre los soldados ante la mirada indiscreta de los kelpers.
“El alma angustiada”
La muerte instantánea del inglés abandonado en la colina -aunque nadie pudiera precisar cuál de todos lo había acribillado-, embargaba de zozobra a Altamirano. A pesar de su temple de comando, a pesar del conflicto bélico, se trataba de una vida sesgada.
La guerra -pensaba el sargento- es una platea desde la que se observan las peores miserias humanas. “Matás o te matan. Y cuando entrás en combate, rogás que el enemigo tire para otro lado cuando ahí también hay vidas humanas”.
Altamirano corrió cerca de un kilómetro hasta el campamento y al ver a sus compañeros la emoción lo desbordó:
-Tuvimos un combate. Estamos todos bien. Pero matamos a un soldado – se desahogó.
-¿Un soldado argentino? – preguntaron.
-No, no, un soldado inglés – dijo y por primera vez en la guerra estalló en llanto.
Al arribar a la guarnición con la estrategia ideada, Duarte entregó a Fonseka y ordenó a otra patrulla que buscaran el cuerpo de Hamilton. Las coordenadas tal vez no habían sido precisas y fueron necesarias dos incursiones hasta hallarlo. Previo al entierro con honores, lo velaron en un depósito sobre improvisados cajones al lado de un joven conscripto correntino: Remigio Antonio Fernández, fallecido en condiciones trágicas.
Ambos cuerpos a la par, sin distinciones; envueltos en nylon negro, cerrados en los extremos con ganchos de abrochadora. El mismo respeto ante la muerte. En ese escenario precario, ascético, Altamirano y su compañero de combate, Moreno, los despidieron rezándoles un rosario.
Aún perturbado, el sargento pidió permiso para visitar al prisionero. “Quería que supiera que yo lo respetaba, como a todo soldado que se rinde. Fui a tenderle una mano amiga y de paso quería asegurarme que nadie lo maltratara”. Roy Fonseka permanecía custodiado en un pozo tapado con pesadas maderas y fardos de lana.
Ayudándose con los gestos, se presentó ante Fonseka, le ofreció un cigarrillo, que siempre llevaba aunque no fumaba y compartieron un té entre los tres, que les acercó el soldado de guardia.
-Tomorrow, championat, the war cup – lanzó con una sonrisa sobre el Mundial de Fútbol de España 1982, sin darse cuenta de la mezcolanza idiomática.
-Oh, yeah, the soccer World Cup – tradujo Fonseka.
Conversaron en ese argot y observó la molestia del prisionero por sus botas y medias todavía húmedas tras cruzar el arroyo. Notó además que tenía frío. Alguien se había quedado con un trofeo de guerra: la chaqueta del comando inglés. Buscó en su mochila y le regaló un sweater y un par de medias secas. El inglés lo agradeció y se despidieron con un apretón de manos.
Dos días después, el general Mario Benjamín Menéndez firmaba en Puerto Argentino la rendición ante Jeremy Moore, comandante de las tropas terrestres británicas.
En Puerto Howard las noticias eran confusas. Aislados como estaban se pensó en un primer momento que sólo se trataba de un alto el fuego. Pero más tarde, cuando se ordenó que todos los soldados se desarmaran el peso de la rendición quebró el ánimo de los combatientes.
A Altamirano le ordenaron acondicionar una pista para el aterrizaje de un helicóptero inglés y permanecer en su lugar de emplazamiento: un oscuro y pequeño cobertizo que compartía con su grupo de comandos.
En medio de la desazón y el encierro, una voz le dio ánimo.
-Francis, Francis – lo buscaba Fonseka para despedirlo, antes de que lo sometieran a una revista minuciosa por su condición de comando y lo confinaran a una turbera durante 4 días.
-Very good, Francis. Very good (muy bien, Francisco) – le dijo el inglés con el pulgar en alto por cómo lo había tratado. No ahondó quizás en muchas más palabras, consciente de las limitaciones idiomáticas entre ambos.
-Very good for you (muy bien para vos) – se sinceró Altamirano.
-Do not worry! The war is politics (no te preocupes, la guerra es política)—intentó consolarlo el inglés, mientras levantaba el brazo en alto sugiriendo que las decisiones se tomaban en un nivel de mando muchísimo más alto.
En una ofrenda inusual de hermandad profesional, Altamirano le regaló su boina de comando. Todo un símbolo de su fuerza de pertenencia. En esas boinas los comandos suelen escribir los nombres y cumpleaños de sus hijos. La que le entregaba a Fonseka tenía los de Ivana, Iván, Iris e Irina.
Se despidieron como soldados, con la venia militar y no volvieron a verse hasta 35 años después, cuando con sus alumnos de buceo de la escuela que fundó en Santa Fe, viajaron a las islas Seychelles.
Roy, el ex comando inglés, convertido en un próspero empresario en el rubro de la seguridad marítima, lo agasajó en su casa y lo invitó a participar de la ceremonia oficial del Memorial Day. En esa fecha los países del Commonwealth honran a los caídos en todas las guerras.
Allí Fonseka le entregó su boina a Altamirano y cada uno a turno recordaron al capitán del SAS John Hamilton, condecorado con la Cruz Militar otorgada por la Reina Isabel.
Frente a las autoridades de la isla, coincidieron en un concepto: “Nunca hay guerras justas”.
-Loreley Gaffoglio para Infobae