Vivir en Pico, la terapia de una mujer para superar el cáncer

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14 Septiembre, 2018 a las 22:49 hs.

Natalia luchó contra la enfermedad no solo con su tratamiento, sino también con su pasión, el viajar. Tras recorrer 56 países decidió asentarse en un lugar tranquilo como General Pico.



A los dos días de cumplir 36 años a Natalia le diagnosticaron cáncer de mama, lo que marcó el comienzo de la etapa más difícil de su vida. Más allá del cáncer, su lucha y su superación, el testimonio de Natalia evidencia los efectos que provoca el entorno – familiares, amigos y hasta desconocidos- en el desafío que implica enfrentar la enfermedad. Es un relato sobre los miedos que llevaron a muchas personas a alejarse, pero, ante todo, uno sobre el amor que emergió en el camino y trajo consigo luces, que se encendieron potentes para iluminarla y aliviarle su experiencia.

Hasta el momento del diagnóstico la vida de Natalia había transcurrido intensa y movida. “Viajar siempre fue mi gran pasión, así que me dediqué a trabajar como tripulante de cruceros para recorrer el mundo. Después de 10 años y 56 países, me volví a Argentina añorando una vida más tranquila, así que cambié mi lugar en Buenos Aires por General Pico, La Pampa. Me encantaba todo lo que tenía la ciudad chica: juntadas con amigos cualquier día de la semana, las siestas, manejarse en bici porque todo queda cerca, la vida en familia, la seguridad de andar tranquilo por la calle, en fin, la vida de pueblo”, contó a La Nación.

 

Una primera revelación

A medida que avanzaba con el tratamiento, Natalia comprendió que, si bien la medicina y la propia fortaleza a la hora de exponer el cuerpo jugaban un rol central en su mejoría, la influencia de su entorno y los acontecimientos que se generaban a su alrededor tenían un protagonismo determinante. Dentro de aquellos sucesos, ella pudo distinguir el profundo amor, pero también los grandes miedos. “Creo que los miedos y las trabas tienen que ver, principalmente, con verse reflejado en el otro. Uno siempre intenta justificar la enfermedad: que tal persona se enfermó porque fumaba mucho, el otro porque era hereditario y la otra porque era muy nerviosa. Pareciera como que, si uno encuentra una justificación para la muerte o la enfermedad, entonces, quizás, pueda evitarla. Y eso nos deja tranquilos. Pero es muy difícil cuando la enfermedad aparece así porque sí y de la nada. Como dijo mi oncólogo: te tocó en la lotería genética. Significa que esto, en realidad, le puede pasar a cualquiera. Y eso es muy duro de aceptar”, explica Natalia.

“Muchos no sabían de qué hablar conmigo, no se animaban a preguntarme por lo que estaba pasando o cómo me sentía. Y lo entiendo, el cáncer es algo muy cruel cuando uno es joven. Uno se vuelve un espejo de sus pares, un reflejo de la muerte, entonces, pasa una de las cosas más fuertes de esta enfermedad: los amigos se van alejando. No por desinterés ni por maldad, muchos, simplemente, no pueden lidiar con eso”, continúa. En ese sentido, Natalia recuerda varias situaciones. A veces, se encontraba con personas que no sabían nada y que la veían con la cara redonda por los corticoides, totalmente pelada, sin cejas ni pestañas y, aun así, no se animaban a preguntarle qué había pasado. También tuvo vínculos muy cercanos que, inesperadamente, se alejaron. “En el momento más difícil, esas fueron grandes pérdidas para mí, pero aprendí a que nadie puede dar lo que no tiene”, reflexiona.

 

Las luces

“Mi familia y un puñado de amigos se hicieron fuertes cuando yo me puse débil. No me dejaron caer”, revela conmovida. “Uno a veces piensa que tiene que hacer grandes cosas para ayudar, pero yo creo que son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia”. Como el día en el que Natalia encontró a su vecino, del cual ni conocía su nombre, atornillándole la patente del auto, que se encontraba casi desprendida. O la señora de la Iglesia, que le hizo puré de manzana cuando yo no podía comer. Sus amigas, que cuando la escuchaban mal, aparecían todas juntas a la hora que fuese a abrazarla sin decir ni una palabra. “No hay nada mejor que sentirse mal, abrir la puerta y recibir un abrazo de 2 minutos enteros”, afirma Natalia con emoción. También estuvo aquel grupo de amigos que le regaló una caja llena de cartas que cada uno le había escrito. Y Silvia, la chica que trabaja en su casa, que comenzó a darse cuenta de las cosas para las cuales ella ya no tenía fuerzas, y las hacía sin decirle ni una palabra. Después estuvo la peluquera, que le rapó la cabeza cuando se le comenzó a caer el pelo, “desde ese día ella pasó todas las semanas a ver cómo andaba y preguntarme si necesitaba algo. Sí, mucha gente me acompañó con muchísimo amor a mí y a mis papás durante las operaciones y a las quimios. Hay mucho que todos y cada uno podemos hacer. No es necesario hacer grandes actos de demostración, fundar una ONG o sacrificarse para ayudar al otro. A veces algo chiquito es un gesto enorme”, dice sonriente.

 

Pequeños grandes gestos de amor

“Creo que el gran aprendizaje que a mí me dejó la enfermedad es el estar agradecida. De repente, todas las cosas que yo daba por sentado se volvieron un regalo de todos los días. Y poder ver la vida así, es un privilegio enorme, a pesar de todo. Y otra cosa es que, a partir de mi experiencia puedo entender, aunque sea un poquito, al otro que la pasa mal, que tienen miedo, que sufre. Sentirnos más cerca del otro, nos hace más humanos, más personas”, continúa. “Ante la pregunta sobre cómo acompañar a alguien que está pasando por esta situación, mi respuesta es: como se pueda. Cualquier acto de amor, por más chiquito que sea, puede llegar a ser enorme para el que lo está necesitando. ¡Hay tanto que uno puede hacer! Se puede escuchar al otro, se puede preguntar con interés, acompañar, hacer reír. O, quizás no podamos acompañar emocionalmente, pero se puede hacer un trámite, una compra en el supermercado, o ir a pagar el alquiler, que son tareas Su enfermedad alejó a varios amigos, pero trajo nuevas luces y un aprendizaje.